La creciente promiscuidad entre mundo político y financiero, y la endogámica relación entre política y empresa privada, se encuentran en el punto de mira. La sombra de la sospecha se cierne sobre la clase política y sobre la gestión de las principales instituciones públicas. Día tras día afloran casos de corrupción en los medios de comunicación que alimentan la creciente desafección política de gran parte de la sociedad. Tanto el Centre d'Estudis d'Opinió (CEO) a nivel catalán, como el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a nivel estatal, señalan que la política y los partidos son el tercer problema social en importancia tras el paro y la economía.
La percepción, además, es que la mayoría de estos casos se resuelven sin consecuencias legales para los acusados. La sensación de impunidad se convierte en un factor más de indignación social. Tampoco parece que haya ninguna voluntad de asumir responsabilidades por parte de las personas implicadas en tramas corruptas. En el mejor de los casos se resuelve con una disculpa pública que resulta del todo insuficiente.
Sea por la lentitud judicial -acompañada de indultos gubernamentales pocos justificables- o por un mal resuelto sistema de financiación de los partidos, la corrupción instalada en el sistema es un problema de la misma envergadura que la propia crisis económica y no es arriesgado afirmar que es una de las causas que explica la extrema dificultad del momento. A menudo se emplea el término 'legal' para juzgar si una actuación resulta o no sancionable, pero en el ámbito público se exige algo más que la legalidad. La ética y la ejemplaridad deben figurar en el frontispicio de cualquier administración, institución u organismo, y deben convertirse en valores rectores de las personas que ejercen cargos de servicio público.
Una clase política con estos estigmas no está legitimada moralmente para pedir esfuerzos y sacrificios a la sociedad sin esperar una reacción adversa como respuesta. Porque, mientras se aplican recortes a los presupuestos públicos y los salarios (especialmente y de forma reiterada a los trabajadores públicos), mientras se pierden puestos de trabajo y derechos laborales, los ciudadanos observan cómo algunos privilegios permanecen inalterables.
La opinión generalizada de que nos encontramos ante un sistema podrido es profundamente preocupante para la salud de nuestra democracia y reclama una actuación inmediata en favor de la transparencia y la justicia. Hasta que esto no ocurra, hasta que no se den los primeros pasos hacia el restablecimiento de la confianza, no se podrá recuperar la credibilidad en el sistema.